domingo, 12 de febrero de 2012

Una historia que se repite... lamentablemente


Whitney Houston se fue. Está bien... se fue con el Señor, pero se fue. ¿Se fue en "el tiempo de Dios"? ¿Se fue como Dios quiso que se fuese? ¿Dio todo lo que pudo o tuvo para dar? Creo que a la luz de la trayectoria desviada que tomó su vida, y sin querer ponernos en sabelotodo omniscientes, las respuestas son "no".

¿Un "remake" de Elvis? ¡Y cuántos talentosos anónimos, habrán seguido el mismo rumbo! Dos famosos, porque dejaron cultivar su talento suficientemente, para que éste brillara, pero cuántos que no llegaron a este nivel de popularidad, recorrieron la misma trágica historia... o lo están haciendo.

Son los seducidos por el rey de Sodoma, el que promete darte todo lo que uno pida con tal de que él tenga derechos sobre uno (Gn. 14:21ss). Seducidos por Egipto y sus carros, seducidos por el mundo y las oportunidades, seducidos por la potencia de los deleites, seducidos por la Babilonia y sus copas rebosantes del vino de la fornicación, seducidos, finalmente, por la serpiente a tomar del fruto prohibido para "ser como Dios".

"Quiero cantarle al mundo; quiero el reconocimiento del mundo, quiero el poder del mundo, quiero los premios del mundo, el aplauso del mundo, los laureles del mundo, la gloria del mundo..."

Dios da dones, talentos, ministerios y todo lo que uno pueda imaginar. Y todo es bueno, viene de Dios. Pero nada de eso define a la persona ni le da identidad. Y cuando uno pierde esto cae en el más profundo vacío existencial. Las soluciones para esto que propone el mundo son inmediatas: tratamiento psicológico, primero. Pero en el mientras tanto el vacío está allí y no se va; por el contrario se acrecienta, con la depresión, con la angustia. ¿Cómo se para? Y probemos con el alcohol, las drogas, el juego, los viajes, la fama y más fama, mansiones, mujeres, hombres, cambio de sexo... pero nada de eso llena el vacío que sólo Dios puede llenar. No pocos ministros caen en esto también. Porque el ministerio no llena el vacío, ni el ministerio exitoso lo hace. El ministerio rompe matrimonios. El ministerio hunde a los ministros en las drogas. El ministerio ciega a los siervos en el activismo. Porque el ministerio no puede ocupar el lugar de Dios.

El hijo pródigo se perdió fuera de la casa. Su hermano mayor, dentro. Los dos se perdieron. Pero los dos pudieron encontrar restauración en su relación reavivada con su padre.

Fuera de la comunión íntima con el Padre por medio de Jesucristo, hay perdición, vacío, autodestrucción. No dejemos que las luces de los dones (aun los del Espíritu Santo), las glorias de los ministerios, los éxitos que los talentos nos brinden encandilen nuestros ojos y nos aparten del Dios vivo y de nuestra dependencia con él.

Whitney dio mucho... pero pudo haber dado mucho más. Porque la gracia siempre va en aumento, como la luz de la aurora. Pero se desconectó de esa fuente de gracia y poder. ¿Cuánta alabanza y adoración a Dios quedó en su corazón sin nunca salir y queda ahora sepultada para siempre. David preguntará: “¿Alabará el Seol al Señor?” Con ella (como con Elvis, por decir otro caso conocido, y podríamos añadir, como mencioné, muchos anónimos, pero que para Dios no lo son), quedaron enterradas para siempre melodías que sólo Dios pudo producir por estos canales, que un trágico momento de su vida decidieron no cantar para él.

viernes, 10 de febrero de 2012

Devocional Febrero 2012


¿El enemigo quiere guerra? No sabe con quién se mete. ¿Nosotros sí? Leyendo la epopeya del éxodo del pueblo de Israel de la tierra de Egipto, el enemigo no sabe con quién se metió. Bueno, Satanás sí sabía con quién se metía. Quizá con su arrogancia y orgullo sin paralelos quedó enceguecido creyendo que podía exterminar al pueblo del cual saldría la promesa. Mientras tanto oprimió por largos años a generaciones de judíos. A costa de la sangre de ellos edificó su imperio: la primera potencia mundial de su tiempo.

Pero Dios vio la aflicción de su pueblo y levantó a un Moisés, el canal humano escogido para obrar sus maravillas contra el faraón, el canal humano escogido por Satanás para oprimir al pueblo de Dios, cortarles todo futuro, toda esperanza, tratarlos como animales (o aun peor), explotarlos según su capricho, etc. Dios envió diez plagas que fueron cachetazos vergonzosos a las divinidades en las que Egipto ponía su confianza. El ganado, la vegetación, la economía quedó devastada. La potencia económica de la que se jactaba comenzaba a tambalear. La luz quedó convertida en tinieblas, y la esperanza de toda familia incrédula, incluyendo a la del faraón fue cortada con la muerte de los primogénitos. Finalmente el ejército del faraón quedó sepultado en las aguas del mar Rojo. Como dice el cántico de Moisés: “el enemigo dijo…” lo que iba a hacer, pero no pudo. Sin embargo, Dios sopló… y fueron libres.

Muchas palabras del enemigo no tienen fuerza y quedan sordas ante el simple soplido de Dios. Son palabras que amedrentan, amenazan, intentan atemorizar, dudar, etc. Es, en rigor, lo único que el enemigo puede hacer. No tiene fuerza para atacar directamente. Sólo cuando creemos en sus palabras cobra ventaja. Sólo cuando hacemos lo que él nos dice, él se hace fuerte y nos vence. Pero sus muchas palabras son sólo “palabras que se las lleva el viento” (de Dios). Son palabras, al fin, y como tales tienen fuerza como para querer convencernos de lo que dicen. Al ser palabras, generan fe (negativa en este caso). Si vamos al caso, finalmente, nosotros le damos la fuerza y validez que queremos que tengan.

Pablo nos advierte de que estamos en guerra. Y podemos saber esto, predicar esto, enseñar esto. Pero muchas veces no nos percatamos de esta realidad hasta que una granada enemiga hace volar una casa cerca de nosotros, hasta que sentimos el impacto cerca, hasta que sentimos el olor a quemado o la explosión deposita sus cenizas sobre nuestras cabezas, o hasta que las enfermedades se multiplican misteriosamente, los accidentes, los problemas no habituales y aun las muertes parecen como apuntar a que alguien está organizando algo tenebroso contra nosotros. Esa es la realidad de la guerra espiritual.

Hay dos sentimientos que se combaten dentro de nosotros. Uno, diría, pseudocristiano, pseudopiadoso: el de resignación. “Bueno –decimos– hay que soportar la prueba”. Creemos que es la correcta posición cristiana, nos dejamos avasallar por el enemigo, porque de todos modos “el morir es ganancia”. El otro sentimiento es el de guerra, el de hacer frente, el ofensivo, el hacer que el enemigo se calle definitivamente.

Desde afuera del combate, como espectadores, todos gritamos el segundo. “Hay que hacer guerra”. La oración es aguerrida, potente, tronante. Pero cuando estamos dentro y somos golpeados de una u otra forma por los primeros vientos del terror enemigo nuestra oración se hace más “para adentro”, recurrimos más rápido a la medicina que a la oración de fe. Oramos en silencio convirtiendo la oración en pensamiento, porque ya no nos sale el fervor de antes.

La realidad es que no llegamos a entender lo que fue la opresión de Egipto por 430 años sobre muchas generaciones hasta que el susurro del enemigo pone su garra sobre nuestro hombro y oprime un poquito hacia abajo. Pero la verdad sigue siendo esa del cántico de Moisés: “el enemigo dijo… pero soplaste tu viento”. Aprendamos a creer, y a ver y oír el viento de Dios. Los períodos largos de prueba muchas veces son para desbaratar todo dios en el que podamos confiar: los dioses de la autosuficiencia, de la experiencia, del conocimiento, del poder económico, etc. Dioses que mueven a este mundo. Pero el mundo y sus dioses quedaron avergonzados en aquel tiempo, y la verdad de Dios es la misma en todo tiempo. Lo único que le quedó al pueblo de Israel fue creer. Y lo único que podían hacer los egipcios para salvarse era creer y humillarse ante el verdadero Dios.

Dios tarde o temprano, sopla su viento y los enemigos que nos oprimían destrozándonos nuestra salud y nos atemorizaban con persecuciones, denuncias y faltas de paz; los enemigos de temor, de amenazas, de bloqueos que nos cortaban el futuro; los enemigos de accidentes, de infortunios, de deudas que ponían delante de nuestros ojos un panorama sombrío, desaparecerán porque se los llevó el viento.

Llamemos a ese viento divino. Clamemos para que el viento de Dios borre toda iniquidad, toda obra de las tinieblas, toda cosa que va en contra del propósito de Dios para nuestras vidas y la vida de nuestra nación. Creo que este año es un año de “vientos del Señor”. Vientos que van a disipar las nubes negras que por mucho tiempo estuvieron sobre nosotros. Vientos que van a soplar llevándose todo mal hábito, toda atadura, todo pecado, toda seguidilla de desgracias, maldiciones familiares, enfermedades crónicas, etc. Es el viento de Dios que comienza a soplar, abre el mar Rojo y se traga a los que en otro tiempo eran nuestros opresores.

Jesús, en la cruz, lo consiguió para nosotros. Lo esperamos con ansias. Llega con poder. Este año lo veremos. Este año se va todo aroma fétido de nuestras vidas, y el viento de Dios trae otro aroma: aroma de vida, aroma de salvación, sol de justicia, viento de victoria y liberación. Este es el año del Señor, del viento de Dios.