¿El
enemigo quiere guerra? No sabe con quién se mete. ¿Nosotros sí? Leyendo la
epopeya del éxodo del pueblo de Israel de la tierra de Egipto, el enemigo no
sabe con quién se metió. Bueno, Satanás sí sabía con quién se metía. Quizá con
su arrogancia y orgullo sin paralelos quedó enceguecido creyendo que podía
exterminar al pueblo del cual saldría la promesa. Mientras tanto oprimió por
largos años a generaciones de judíos. A costa de la sangre de ellos edificó su
imperio: la primera potencia mundial de su tiempo.
Pero
Dios vio la aflicción de su pueblo y levantó a un Moisés, el canal humano
escogido para obrar sus maravillas contra el faraón, el canal humano escogido
por Satanás para oprimir al pueblo de Dios, cortarles todo futuro, toda
esperanza, tratarlos como animales (o aun peor), explotarlos según su capricho,
etc. Dios envió diez plagas que fueron cachetazos vergonzosos a las divinidades
en las que Egipto ponía su confianza. El ganado, la vegetación, la economía
quedó devastada. La potencia económica de la que se jactaba comenzaba a
tambalear. La luz quedó convertida en tinieblas, y la esperanza de toda familia
incrédula, incluyendo a la del faraón fue cortada con la muerte de los
primogénitos. Finalmente el ejército del faraón quedó sepultado en las aguas
del mar Rojo. Como dice el cántico de Moisés: “el enemigo dijo…” lo que iba a
hacer, pero no pudo. Sin embargo, Dios sopló… y fueron libres.
Muchas
palabras del enemigo no tienen fuerza y quedan sordas ante el simple soplido de
Dios. Son palabras que amedrentan, amenazan, intentan atemorizar, dudar, etc.
Es, en rigor, lo único que el enemigo puede hacer. No tiene fuerza para atacar
directamente. Sólo cuando creemos en sus palabras cobra ventaja. Sólo cuando
hacemos lo que él nos dice, él se hace fuerte y nos vence. Pero sus muchas
palabras son sólo “palabras que se las lleva el viento” (de Dios). Son
palabras, al fin, y como tales tienen fuerza como para querer convencernos de
lo que dicen. Al ser palabras, generan fe (negativa en este caso). Si vamos al
caso, finalmente, nosotros le damos la fuerza y validez que queremos que
tengan.
Pablo
nos advierte de que estamos en guerra. Y podemos saber esto, predicar esto,
enseñar esto. Pero muchas veces no nos percatamos de esta realidad hasta que
una granada enemiga hace volar una casa cerca de nosotros, hasta que sentimos
el impacto cerca, hasta que sentimos el olor a quemado o la explosión deposita
sus cenizas sobre nuestras cabezas, o hasta que las enfermedades se multiplican
misteriosamente, los accidentes, los problemas no habituales y aun las muertes
parecen como apuntar a que alguien está organizando algo tenebroso contra
nosotros. Esa es la realidad de la guerra espiritual.
Hay
dos sentimientos que se combaten dentro de nosotros. Uno, diría,
pseudocristiano, pseudopiadoso: el de resignación. “Bueno –decimos– hay que
soportar la prueba”. Creemos que es la correcta posición cristiana, nos dejamos
avasallar por el enemigo, porque de todos modos “el morir es ganancia”. El otro
sentimiento es el de guerra, el de hacer frente, el ofensivo, el hacer que el
enemigo se calle definitivamente.
Desde
afuera del combate, como espectadores, todos gritamos el segundo. “Hay que
hacer guerra”. La oración es aguerrida, potente, tronante. Pero cuando estamos
dentro y somos golpeados de una u otra forma por los primeros vientos del
terror enemigo nuestra oración se hace más “para adentro”, recurrimos más
rápido a la medicina que a la oración de fe. Oramos en silencio convirtiendo la
oración en pensamiento, porque ya no nos sale el fervor de antes.
La
realidad es que no llegamos a entender lo que fue la opresión de Egipto por 430
años sobre muchas generaciones hasta que el susurro del enemigo pone su garra
sobre nuestro hombro y oprime un poquito hacia abajo. Pero la verdad sigue
siendo esa del cántico de Moisés: “el enemigo dijo… pero soplaste tu viento”.
Aprendamos a creer, y a ver y oír el viento de Dios. Los períodos largos de
prueba muchas veces son para desbaratar todo dios en el que podamos confiar: los
dioses de la autosuficiencia, de la experiencia, del conocimiento, del poder
económico, etc. Dioses que mueven a este mundo. Pero el mundo y sus dioses
quedaron avergonzados en aquel tiempo, y la verdad de Dios es la misma en todo
tiempo. Lo único que le quedó al pueblo de Israel fue creer. Y lo único que
podían hacer los egipcios para salvarse era creer y humillarse ante el
verdadero Dios.
Dios
tarde o temprano, sopla su viento y los enemigos que nos oprimían
destrozándonos nuestra salud y nos atemorizaban con persecuciones, denuncias y
faltas de paz; los enemigos de temor, de amenazas, de bloqueos que nos cortaban
el futuro; los enemigos de accidentes, de infortunios, de deudas que ponían
delante de nuestros ojos un panorama sombrío, desaparecerán porque se los llevó
el viento.
Llamemos
a ese viento divino. Clamemos para que el viento de Dios borre toda iniquidad,
toda obra de las tinieblas, toda cosa que va en contra del propósito de Dios
para nuestras vidas y la vida de nuestra nación. Creo que este año es un año de
“vientos del Señor”. Vientos que van a disipar las nubes negras que por mucho
tiempo estuvieron sobre nosotros. Vientos que van a soplar llevándose todo mal
hábito, toda atadura, todo pecado, toda seguidilla de desgracias, maldiciones
familiares, enfermedades crónicas, etc. Es el viento de Dios que comienza a
soplar, abre el mar Rojo y se traga a los que en otro tiempo eran nuestros
opresores.
Jesús,
en la cruz, lo consiguió para nosotros. Lo esperamos con ansias. Llega con
poder. Este año lo veremos. Este año se va todo aroma fétido de nuestras vidas,
y el viento de Dios trae otro aroma: aroma de vida, aroma de salvación, sol de
justicia, viento de victoria y liberación. Este es el año del Señor, del viento
de Dios.
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