viernes, 10 de febrero de 2012

Devocional Febrero 2012


¿El enemigo quiere guerra? No sabe con quién se mete. ¿Nosotros sí? Leyendo la epopeya del éxodo del pueblo de Israel de la tierra de Egipto, el enemigo no sabe con quién se metió. Bueno, Satanás sí sabía con quién se metía. Quizá con su arrogancia y orgullo sin paralelos quedó enceguecido creyendo que podía exterminar al pueblo del cual saldría la promesa. Mientras tanto oprimió por largos años a generaciones de judíos. A costa de la sangre de ellos edificó su imperio: la primera potencia mundial de su tiempo.

Pero Dios vio la aflicción de su pueblo y levantó a un Moisés, el canal humano escogido para obrar sus maravillas contra el faraón, el canal humano escogido por Satanás para oprimir al pueblo de Dios, cortarles todo futuro, toda esperanza, tratarlos como animales (o aun peor), explotarlos según su capricho, etc. Dios envió diez plagas que fueron cachetazos vergonzosos a las divinidades en las que Egipto ponía su confianza. El ganado, la vegetación, la economía quedó devastada. La potencia económica de la que se jactaba comenzaba a tambalear. La luz quedó convertida en tinieblas, y la esperanza de toda familia incrédula, incluyendo a la del faraón fue cortada con la muerte de los primogénitos. Finalmente el ejército del faraón quedó sepultado en las aguas del mar Rojo. Como dice el cántico de Moisés: “el enemigo dijo…” lo que iba a hacer, pero no pudo. Sin embargo, Dios sopló… y fueron libres.

Muchas palabras del enemigo no tienen fuerza y quedan sordas ante el simple soplido de Dios. Son palabras que amedrentan, amenazan, intentan atemorizar, dudar, etc. Es, en rigor, lo único que el enemigo puede hacer. No tiene fuerza para atacar directamente. Sólo cuando creemos en sus palabras cobra ventaja. Sólo cuando hacemos lo que él nos dice, él se hace fuerte y nos vence. Pero sus muchas palabras son sólo “palabras que se las lleva el viento” (de Dios). Son palabras, al fin, y como tales tienen fuerza como para querer convencernos de lo que dicen. Al ser palabras, generan fe (negativa en este caso). Si vamos al caso, finalmente, nosotros le damos la fuerza y validez que queremos que tengan.

Pablo nos advierte de que estamos en guerra. Y podemos saber esto, predicar esto, enseñar esto. Pero muchas veces no nos percatamos de esta realidad hasta que una granada enemiga hace volar una casa cerca de nosotros, hasta que sentimos el impacto cerca, hasta que sentimos el olor a quemado o la explosión deposita sus cenizas sobre nuestras cabezas, o hasta que las enfermedades se multiplican misteriosamente, los accidentes, los problemas no habituales y aun las muertes parecen como apuntar a que alguien está organizando algo tenebroso contra nosotros. Esa es la realidad de la guerra espiritual.

Hay dos sentimientos que se combaten dentro de nosotros. Uno, diría, pseudocristiano, pseudopiadoso: el de resignación. “Bueno –decimos– hay que soportar la prueba”. Creemos que es la correcta posición cristiana, nos dejamos avasallar por el enemigo, porque de todos modos “el morir es ganancia”. El otro sentimiento es el de guerra, el de hacer frente, el ofensivo, el hacer que el enemigo se calle definitivamente.

Desde afuera del combate, como espectadores, todos gritamos el segundo. “Hay que hacer guerra”. La oración es aguerrida, potente, tronante. Pero cuando estamos dentro y somos golpeados de una u otra forma por los primeros vientos del terror enemigo nuestra oración se hace más “para adentro”, recurrimos más rápido a la medicina que a la oración de fe. Oramos en silencio convirtiendo la oración en pensamiento, porque ya no nos sale el fervor de antes.

La realidad es que no llegamos a entender lo que fue la opresión de Egipto por 430 años sobre muchas generaciones hasta que el susurro del enemigo pone su garra sobre nuestro hombro y oprime un poquito hacia abajo. Pero la verdad sigue siendo esa del cántico de Moisés: “el enemigo dijo… pero soplaste tu viento”. Aprendamos a creer, y a ver y oír el viento de Dios. Los períodos largos de prueba muchas veces son para desbaratar todo dios en el que podamos confiar: los dioses de la autosuficiencia, de la experiencia, del conocimiento, del poder económico, etc. Dioses que mueven a este mundo. Pero el mundo y sus dioses quedaron avergonzados en aquel tiempo, y la verdad de Dios es la misma en todo tiempo. Lo único que le quedó al pueblo de Israel fue creer. Y lo único que podían hacer los egipcios para salvarse era creer y humillarse ante el verdadero Dios.

Dios tarde o temprano, sopla su viento y los enemigos que nos oprimían destrozándonos nuestra salud y nos atemorizaban con persecuciones, denuncias y faltas de paz; los enemigos de temor, de amenazas, de bloqueos que nos cortaban el futuro; los enemigos de accidentes, de infortunios, de deudas que ponían delante de nuestros ojos un panorama sombrío, desaparecerán porque se los llevó el viento.

Llamemos a ese viento divino. Clamemos para que el viento de Dios borre toda iniquidad, toda obra de las tinieblas, toda cosa que va en contra del propósito de Dios para nuestras vidas y la vida de nuestra nación. Creo que este año es un año de “vientos del Señor”. Vientos que van a disipar las nubes negras que por mucho tiempo estuvieron sobre nosotros. Vientos que van a soplar llevándose todo mal hábito, toda atadura, todo pecado, toda seguidilla de desgracias, maldiciones familiares, enfermedades crónicas, etc. Es el viento de Dios que comienza a soplar, abre el mar Rojo y se traga a los que en otro tiempo eran nuestros opresores.

Jesús, en la cruz, lo consiguió para nosotros. Lo esperamos con ansias. Llega con poder. Este año lo veremos. Este año se va todo aroma fétido de nuestras vidas, y el viento de Dios trae otro aroma: aroma de vida, aroma de salvación, sol de justicia, viento de victoria y liberación. Este es el año del Señor, del viento de Dios.

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