viernes, 4 de mayo de 2012

Devocional Mayo 2012

Nos preocupa muchas veces el “silencio de Dios”. La aparente inactividad divina. Oramos y oramos, y no viene la respuesta. Le añadimos ayuno, vigilias, auto examen, limpieza más profunda, retiros, incremento de lectura bíblica, en un intento de hacer que Dios “se despierte”… porque nuestra barca se hunde. Emulando el clamor de sus discípulos que piensan que Jesús ya no le importa que la barca se hunda y con ellos toda su esperanza, también nos desesperamos, sin llegar a darnos cuenta, en nuestra desesperación y bloqueo, que él está con nosotros en la barca. En ese momento, Jesús se despierta, se para, reprende a la tormenta y se hace bonanza. Se da vuelta y mira a sus discípulos y les pregunta ¿qué pasó con su fe?
Fe cuando todo está bien, fe cuando el profeta está haciendo milagros, fe cuando alguien se juega y nos da el ejemplo, es como orar “danos el pan de cada día” cuando la heladera está llena. Como todo, pero especialmente la fe, la fe se prueba. La fe no se adquiere en términos teóricos, como una impartición de conocimientos académicos. La fe se adquiere a través de la relación experiencial con Jesucristo, y se prueba y depura en las pruebas de todos los días. No por la fuente, sino pro nuestro canal, la fe recibida se contamina con impurezas –emocionales, muchas veces– que deben ser removidas, justamente para no basar nuestra acción en esas emociones que nos confunden y entretienen, sino en la fe pura que viene por el oír la palabra de Dios.
Por muchos años fuimos enseñados que nuestra fe es proposicional. Es decir, finalmente, la fe cristiana es un conjunto de sentencias a ser filtradas por nuestra mente y decantadas en nuestro corazón, por las cuales nuestra vida se fundamente, sostiene, avanza y crece. Nada más alejado, sin embargo, de la realidad y de la afirmación bíblica, como tampoco de la experiencia de cristianos piadosos (¡más que lauchas de bibliotecas!). Pablo reniega, quizá con su frustrante experiencia en Atenas, de enseñarles a los tesalonicenses y luego a los corintios sobre la base de filosofías, sabiduría humana, razonamientos con mezclas culturales, para afirmar que nuestra fe debe ser fundada en el poder de Dios, en el Espíritu Santo en actuación concreta.
La cultura circundante y que ha moldeado el cristianismo de Occidente, que está fuertemente arraigada a y moldeada por las Escrituras, no obstante, sufre de haberse mezclado con la confianza en nuestra capacidad de razonar y extraer conclusiones. Curiosamente esto ya estuvo advertido en la Biblia, y es algo tan viejo como la historia de Adán y su mujer, en el conocido relato de los dos árboles del jardín del Edén. Mientras que el consejo divino para vivir de la manera que Dios quería era comer del árbol de la vida, la serpiente sugirió dirigir la mirada al árbol de conocimiento del bien y del mal como para adquirir sabiduría y ser como Dios. Sin embargo, más allá de querer “ser como Dios”, se ocultaba la raíz de uno de los más grandes problemas de la iglesia actual: confiar en la vía del conocimiento intelectual más que entregarse a la vía de la revelación como medio para llegar a una intimidad con Dios.
El entendimiento lo puedo controlar, y lo que entiendo lo controlo. Esto me da un sentido de (falsa) seguridad y así de autosuficiencia y divinidad. La revelación me deja convicto a la dependencia con Dios, a su búsqueda y a su obediencia, para que él me enseñe el camino que lleva a mi humanización integral (perdida como consecuencia de mi pecado) como a una mayor intimidad con él.
Fe no es un asentimiento o comprensión intelectual. Es una confianza absoluta y ciega en su bondad, poder, provisión, sabiduría, amor, conocimiento, proyecto, etc. que juega a nuestro favor, que se proyecta para nuestro bien, que nos reorienta de nuestros torcidos caminos hacia todo el esplendor y magnificencia de su persona. El fundamento de esta fe no está dado por la filosofía, por el razonamiento, por un método deductivo o inductivo, por conclusiones lógicas, por silogismos aristotélicos de forma típica, ni siquiera por un sincretismo finamente elaborado, donde buscamos “cristianizar” elementos culturales paganos para no ser tan chocantes y criticados de “aborrecedores” de la vida. La fe que cambia, que moldea, que funda la vida nueva es aquella que principia con un encuentro poderoso con Dios, que derrumba todo argumento mental, todo andamiaje que sostenía nuestras vidas y que decía qué se podía y qué no se podía hacer, nuestra ceguera espiritual, nuestro bloqueo cerebral, nuestra dependencia y ciega confianza a lo natural a lo controlable. El hiperactivo y confiado Saulo, es confrontado con el Jesús glorificado –a quien él perseguía– y toda esa autosuficiencia desaparece como el rocío matinal.
Parece que Dios no actúa, es cierto. Parece que él está durmiendo; parece que no nos oye; parece que todo se cae y tratamos de “ayudar”. Pero nuestra  fe descansa en su carácter fiel inmutable, manifestado poderosamente para nuestra redención total. Muchas veces ese parecer nuestro, es un tiempo (desde nuestra perspectiva) de preparación estratégico para la actuación visible. Veamos cuáles son las perspectivas divinas: “Por mucho tiempo he guardado silencio, he estado callad y me he contenido. Pero ahora grito como mujer de parto, resuello y jadeo a la vez. Asolaré montes y collados, y secaré toda su vegetación; convertiré los ríos en islas, y las lagunas secaré. Conduciré a los ciegos por un camino que no conocen, por sendas que no conocen los guiaré; cambiaré delante de ellos alas tinieblas en luz y lo escabroso en llanura. Estas cosas haré y no las dejaré sin hacer. Serán vueltos atrás y completamente avergonzados, los que confían en ídolos, los que dicen a las imágenes fundidas; Vosotros sois nuestros dioses” (Is. 42:14-17).

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