jueves, 1 de diciembre de 2011

Sobre la "libre elección" y otras sanatas del egoísmo humano. Parte II

Traigamos nuevamente a la escena el tema de la “libre elección”. El correcto manejo de la libertad identifica, de alguna manera, a una persona adulta. Pero la libertad, que ciertamente todos queremos, por y en sí misma puede ser peligrosa y destructiva. De hecho, Adán, en ausencia de su compañera, y con plena libertad en relación con su par (ningún compromiso a nivel humano) no estaba satisfecho. Encontró satisfacción, sin embargo, cuando entró en relación con su par, y así su libertad de alguna manera tuvo que restringirse por la existencia del otro, y esa libertad se restringió porque decidió amarla. La consecuencia de brindar amor nos hace limitarnos en nuestras libertades, y esto a su vez es necesario para que la otra parte tenga cabida, tenga vida, tenga desarrollo, tenga crecimiento y finalmente se pueda acercar a mí, quien de alguna manera le da un sentido de existencia (proximidad, “projimidad”).
Pablo cuestiona el uso que algunos cristianos hacían de su libertad en cuanto a lo que comían y bebían creyéndose con derecho de hacerlos porque eran supuestamente más “crecidos”, más maduros que los otros prejuiciosos que se limitaban en esto o aquello (Ro. 14:1-15:7). Pero el apóstol va a decir que el Reino de Dios no es cuestión de comida y bebida (14:7). En otras palabras, que tengamos más libertad no es lo determinante en el Reino. Que coma o no coma no me hace que esté o no en el Reino. Lo que determina esto es mi relación personal con el Espíritu Santo. Y si uno tiene una relación correcta con él, entonces va a amar a su prójimo, va a vivir en una correcta relación con él, que involucra la paz y el gozo. Esta es la conducta que agrada a Dios. Justamente en el versículo siguiente. Cuando este amor y esta paz existen se genera todo un estado de alegría. “El que sirve de esta manera a Cristo es aceptable por Dios y aprobado por los hombres”, continúa diciendo Pablo. Vivir de esta manera es servir a Cristo y este tipo vida consagrada es una ofrenda que Dios acepta.
Decir “libre elección”, centrándose en el yo y despojándose de todo lo que materialmente “estorba” para mi proyecto egoísta de vida, sin pensar en el otro, no es un acto de madurez, ni tampoco –diría– de libertad. De madurez, porque sigo pensando con un horizonte tan pequeño como cuando era niño (fuertemente egocéntrico): motivado por lo inmediato, por lo determinado por las circunstancias tangibles, por el aquí y el ahora.
Pero tampoco es una elección “libre”. Está impregnada de miedos, fundamentalmente a que alguien me “robe” el tiempo, me “robe” mi espacio, me “robe” mis finanzas, me “robe” mi silueta, me “robe” mi libertad. No está muy lejos de las motivaciones que llevaron a Herodes a matar a todos los chicos menores de dos años, para asegurarse la muerte del Rey que había nacido: uno que tomaría tarde o temprano su lugar.
Y cuando uno obra por miedo, ya no es libre y tampoco ama, porque en el amor no hay temor. Pero, por el contrario, en el miedo hay juicio, hay condenación. Cuando uno obra por miedo está huyendo (“el impío huye cuando nadie lo persigue”, reza el proverbio). Ser esclavo del miedo (aunque éste esté encubierto), no hace a la persona madura, ni sabia en sus decisiones ni mucho menos libre.
Jesús dice: “y seréis verdaderamente libres”. Libres para poder restringirse libremente en esa libertad y brindar amor. Así como la característica fundamental de Dios, como está expresada en las Escrituras, es el amor, y Pablo nos exhorta a ser imitadores de Dios andando en amor, nuestro móvil primario debe ser el amor y no la libertad. La libertad la tenemos para dar amor (“no debáis nada a nadie –añade el apóstol– sino el amaros unos a otros”. Es el amor el que va a dar cabida, el que va a dar edificación, el que va a dar vida, el que va dar espacio, el que va a desarrollar humanidad, el que va a sanar a la sociedad.
Sólo el/la que está en Cristo puede elegir libremente, y esa elección lo/la va a mantener en libertad si es precedida por el amor, sobre lo cual no hay ley. El amor no hace mal a nadie; la ausencia de él, hace mal a todos, generando una cadena o círculo de violencia cuya extensión escapa a nuestro entendimiento. Basta escuchar lo que le dijo Dios a Caín: “La voz de la sangre de tu hermano clama a mí desde la tierra” (Gn. 4:11). ¿Y la de los hijos abortados será muda?

Horacio Raúl Piccardo

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